Los tres primeros movimientos de esta Sinfonía fueron compuestos en Viena entre el 21 de septiembre de 1887 y el 30 de noviembre de 1894; el cuarto movimiento (inacabado), desde diciembre de 1894 al 11 de octubre de 1896.
La primera ejecución pública de los tres movimientos completos tuvo lugar en Viena el día 11 de febrero de 1903, a cargo de la Orquesta Filarmónica de Viena bajo la dirección de Ferdinand Löwe, quien había preparado una edición revisada de la obra. La partitura original no fue publicada hasta 1934, por la Bruckner Gesellschaft (Sociedad Bruckner), la cual ha desplazado justa y definitivamente la versión revisada sin consentimiento del compositor.
Su orquestación se compone de 3 flautas, 3 oboes, 3 clarinetes, 3 fagotes, 8 trompas (cambiadas en el tercer movimiento por 3 tubas a la manera de Wagner), 3 trompetas, 3 trombones, tuba, timbales y cuerdas.
Con "Parsifal", Wagner llevaba la Iglesia al teatro. Humilde y ferviente admirador de Wagner, Anton Bruckner debía también como producto típico del siglo XIX, irrumpir en esta moda de mezclar los géneros; por esto, en sus nueve sinfonías, introduce la Iglesia en las salas de conciertos. Aunque nunca incorporará textos sagrados en sus obras, son éstas, sin duda alguna, obras religiosas: glorificaciones de la naturaleza y de la vida como reflejo de las relaciones de Bruckner con su Creador. Esta relación fue muy directa y desprovista de toda sofisticación; con una sencillez y una ausencia de narcisismo extraordinarios, Bruckner consagra su "Novena Sinfonía" "a mi amado Dios".
Como todas las que le preceden, la Novena Sinfonía glorifica la vida, pero también, más directamente que ninguna otra, evoca una confrontación con la muerte. Y la muerte sorprenderá a Bruckner antes de que pueda concluir su obra. Consciente de que no podía llegar al término de su proyecto, propone que se le añada su Te Deum como final. Pero aunque evidencia la filiación de su música religiosa con sus obras puramente sinfónicas, esta sugerencia revela algún abandono, pues el resultado no es satisfactorio: además de la intervención de un texto no previsto, esta adición de un trozo en Do mayor, no enlaza bien con el resto de la Sinfonía.
Es pues, preferible, y así se hace en nuestros días, dar tal como son los tres movimientos acabados. Es preciso, no obstante, tratar de aplicar a tal ejecución la idea favorita de los comentadores de la Sinfonía Inacabada de Franz Schubert; a saber: que este fragmento se baste por sí mismo y constituya un todo perfecto, lo cual se cumple.
Tal idea, sin embargo, hubiera chocado a Bruckner que nunca habría terminado en la tonalidad de Mi mayor una sinfonía comenzada en re menor y que, sobre todo, dedicó los últimos nueve últimos años de su vida en completar su obra, a pesar de una salud cada vez más debilitada. Los esbozos que se han conservado del movimiento final revelan que proyectaba realizar con ellos una grandiosa síntesis de toda su obra, que se revelaría como su cumbre definitiva. Desolador es, en verdad, que su proyecto no llegara a realizarse pero una tal ambición le permite llegar tan lejos como si lo hubiera conseguido.
El paso de la simple dicha de vivir a una meditación sobre el sentido y la inevitabilidad de la muerte se traduce en Bruckner por un cambio radical en el estilo. La mayor parte de sus sinfonías tiene una fuerza granítica, establecida sobre una base tonal inmutable. En la Octava los glissandos cromáticos perturban esta edificación tonal y, en la Novena, estos procedimientos se utilizan más a fondo, a fin de traducir por una dislocación tonal, la reciente confrontación del compositor con las angustias de la muerte y la inquietud espiritual. Esta aproximación más vacilante hacia una constante tonalidad aparece en el comienzo del primer movimiento.
Ciertamente, comienza por el habitual susurro de las cuerdas, o habitual trémolo de Bruckner, y en seguida, la tonalidad de re menor se afirma claramente. Fragmentos de un tema muy sombrío (dulcemente interpretado por las ocho trompas al unísono), emergen de un fondo de cuerdas tenebroso; su pausado espacio nos anuncia enseguida que nos hallamos ante un movimiento de vastas dimensiones. Pero desde antes que el tema sea expuesto completamente, se afirma ya una fundamental dualidad tonal pues el motivo que desarrollan las trompas, sin fundamento aparente, es una figura saltante del mi bemol al re bemol, lo que en la armonía elegida se opone al re menor violentamente.
La Abadía de San Florian donde Bruckner estudió de joven y trabajó como maestro y organista desde 1845 a 1855. Sus restos reposan en una cripta debajo del Gran órgano.
La primera parte del movimiento culmina en un tema atronador confiado a toda la orquesta al unísono. De duración muy alargada, la exposición encuentra sitio para otros dos grupos de motivos; el primero lírico y sosegado, más febríl y recóndito el segundo. Después de una codetta schubertiana (en la que la primera trompa y el primer violín juegan el papel más importante), el resto del movimiento se desarrolla según el método habitual en Bruckner, que mezclaba los desarrollos poéticos con las recapitulaciones sin preocupación alguna por la concisión. El segundo tema, muy brillante, de esta primera parte, conduce hacia un paroxismo grandioso pero hacia el fin del movimiento, que llega a alcanzar aspectos de cataclismo, Bruckner no utiliza más que la segunda sección del primer tema. Aquí no hay ya una resolución tonal: el mi bemol proclamado ruidosamente por las trompetas, rompe sobre un acorde muy sonoro en re menor, sin llegar a fundirse ni a reducir la oposición tonal de partida.
Sencillo monumento a Bruckner en Viena
El segundo movimiento, menos pujante y más grotesco que la mayoría de los otros scherzos de Bruckner, conducirá a un grado aún más avanzado del conflicto tonal. Otra vez la tonalidad fundamental es la de re menor, pero ya no produce ninguna impresión de monotonía pues, aquí, se pierde toda noción de tono central. El trío en fa sostenido mayor, que produce una extraña sensación de ansiedad, utiliza dos temas contrastados: el primero, precipitado; el segundo, más contenido, dan, ambos, al conjunto aspectos casi serenos. Es uno de los más originales movimientos de Bruckner, del que el propio compositor afirmaba: "Cuando escuchen esto, se pondrán rabiosos. Pero yo no me enteraré, porqué estaré ya en mi tumba".
En el "Adagio" final, una luminosa tonalidad en Mi mayor predomina igualmente, embelleciendo significativamente este consciente adiós. Pero este deslizamiento tonal no se efectúa, sin embargo, sin un choque violento con las armonías un tanto agostadas aparecidas desde la obertura. El motivo principal, es bastante sorprendente observarlo, es una inversión casi exacta (aunque en un tempo mucho más lento) de la Quinta Sinfonía. La extraordinaria diferencia expresiva, nacida de una armonización y de articulaciones rítmicas diferentes, dan la medida de la maestría de Bruckner. Al final, prevalece la serenidad. Aquí, el más insensible de los comentaristas admitirá que el compositor se prepara para la vida futura con una confianza absoluta. Es el adiós de un alma tan cándida como noble.
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